Memorias de olfato

Quién podría imaginar que rehabilitar el olfato se convirtiera en un evento masivo. El reconocer los pequeños atisbos de la memoria desde el olfato es totalmente humano, es devolverse a la realidad, reconocerla tridimensional y evolutiva.


Dictadores, reyes, obispos y emperadores -en medio de su paranoia de la muerte- tenían sirvientes para catar sus comidas o bebidas. Ciertos vertiginosos empleados -sabios y supervivientes- identificaban si algún veneno estaba sobre la comida de su jefe por el olor sintético quizá del arsénico el mercurio o el plomo. 


Aunque, volver a saborear no es un hecho de supervivencia fundamental como lo fue hace miles de años, mientras caminamos construimos una historia de olfato en la memoria.

Cuando se percibe un residual olor a metano y butano en medio de cualquier hogar es una alerta para evitar explosiones. El insoportable olor a azufre in situ delata actividad volcánica. Las partículas de la cebolla se alojan en la laringe y avanzan a los conductos lacrimales. Los gases pimienta alteran las mucosas nasales. El aroma de una muela necrosada no es agradable. Una secreción corporal nos puede alertar de algún proceso infeccioso según su olor característico. El moho flotando en el aire produce estornudo inmediato. El olor a vino, café, caramelo y el petricor están en la categoría de los aromas entrañables.


Recuerdo el cariño de mis abuelos por sus miradas tiernas y sabias. Sé que aquellos tiernos instantes junto a ellos fueron reales por los aromas que recuerdo. Atisbo en mi memoria la iluminación de los días y el olor a lana limpia, la madera de laurel en el piso y el aire más puro de las mañanas. A veces mis padres huelen como ellos, a veces las sonrisas de mis abuelos destellan en mi espejo y recuerdo la dignidad de mi vida por los aromas de mi pasado.


El dinero en el banco, el fósforo quemado, el alcohol o amoníaco, el plástico nuevo, las cenizas forman una nebulosa de aromas domésticos. Si reparamos en nuestra realidad universal y colectiva, resulta que convivimos con el plomo y el CO2 que flotan en el aire sin ponerle resistencia. Poco a poco, carcomen nuestra vida y ejercen una muerte lenta integral. 


Una vez apagado el olfato por la Covid-19 los estados de ánimo cambian porque no existen olores ni sabores, los días se convierten en una historia plana. Luego de seis meses el proceso inflamatorio disminuye de la misma forma que aprender nuevamente a leer y escribir nuestra vida. Los pulmones se cansan de pedir oxígeno porque la respiración se vuelve negligente y pausada.


Me inquieta no solo la desazón de la decadencia humana por la pandemia. Cuando estoy percibiendo mínimos olores y logro identificar que aparecen en mi memoria, quiero ser más ambiciosa en mis pensamientos. Quiero retarme a pensar, ¿a qué huele cada rincón del mundo? 

Al caminar por mi ciudad, siento que Quito huele a arenilla mojada que se confunde con el smog acumulado en las cabinas de los automóviles. Dirijo mi mirada al final de cada calle por las que cruzo y pienso que Quito también huele a luz intensa, al sol de mi infancia. 


El aroma que despide mi aliento se sedimenta sobre la mascarilla y recuerdo, entonces, que somos evolución. Ahora mismo me inquieta saber, ¿qué olores hay detrás de cada horizonte?, ¿cuáles serán las mejores rutas de los aromas en cada ciudad del mundo?  Dicen que en China el olor a smog predomina. Pero, siento nostalgia y creo que me falta conocer a qué huele el otoño en Lisboa, el invierno en Budapest y el olor a azahar de los naranjos en Sevilla.


Angélica Mendoza, 2022




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